domingo, julio 03, 2022

 

Sobre Perder el reino de Israel García Reyes

Si “el arte es preeminentemente provinciano”, entonces la novela Perder el reino abona a la conformación de una historiografía novelada del México profundo y arcaico narrada por escritores locales.
    A su vez, Perder el reino reduce la ausencia, como reconocería Felipe Cazals sobre el cine mexicano, de “historias costumbristas y personajes connotados” de nuestro pasado ancestral, esenciales para conformar la gran memoria colectiva mexicana bajo un registro actual, contemporáneo/posmoderno.
    García Reyes encamina -aproxima- su estilo narrativo, al tratar las injusticias cometidas contra el nieto de Nezahualcóyotl, hacia las maneras que también encontramos al ir leyendo a la emperatriz Carlota en una de las obras destacadas de Fernando del Paso: Noticias del imperio.
    En sendos libros las constantes hipercontextualizaciones (ejercicio textual de asociación in situ) enriquecen/estimulan el imaginario del lector y refuerzan el contexto de las tragedias y desventuras que padecen los personajes, sin las distracciones de las tradicionales apostemillas o pies de página.
    La novela está coloreada por el humor de manera transversal, a la manera de Salvador Novo mientras aborda la sexualidad nahua o de Homero Aridjis en Los perros del fin del mundo. Aún en los más crudos pasajes de la novela el humor negro hace presencia y llega a su clímax en la última parte (pags.137 y ss.), donde, no sin cierto forcejeo, entran en escena dioses y personajes del panteón griego, teutón, turco, mexica, maya, nahua.
    Es destacable que el estilo humorístico de García no sea un cliché. Al utilizar el “humor trascendental” su apuesta no intenta suavizar los hechos, va más allá. No vuelve estigma o chistera el dolor/agonía de sus personajes.
    Y es que García Reyes logra hacer de su narrativa una novela suculenta en detalles, a la vez, reveladora ínsula de oprobios palaciegos donde los indígenas (indios), españoles y mestizos no salen bien librados.
    Con  165 páginas el autor deja en claro que no necesitamos leer 856, como propone Jennings con Azteca, para conocer y sensibilizarnos en nuestro pasado arcaico mientras exploramos los otros pormenores, mínimamente abordados en los libros de historia oficiales, del shock que ocasionó el encuentro de los dos mundos.
    En tanto  el tratamiento que, el también poeta y periodista, da a la acción trasciende el mero morbo o chismología por las pasiones o debilidades humanas es posible proponer que, allende la cursilería común al tratar situaciones del campo, los indígenas o españoles-encontradas en Jennings, Arcelia Yañìz, Burgoa, Castro Mantecón, Dimas Altamirano, Bradomín, Pérez Gay o Ángel Palou -, el escritor también evita la gazmoñería moral al novelar las pasiones humanas relacionadas con los siete pecados capitales e induce a pensar que  éstos no son propios de católicos, conquistadores o conquistados, como del género humano.
    La forma en que aborda lo que ocurre con el nieto de Nezahualcóyotl, Hernando Cortés, Juan de Zumárraga, Nuño de Guzmán o Diego Delgadillo estimula al lector y logra hacer que éste no caiga en las trampas del sentimentalismo o folklore.
    Ahora, en ocasiones el texto adquiere cierta monotonía debido al tratamiento periodístico que el narrador da a algunas situaciones, en donde verbos y oraciones se acercan a la nota del diario o periódico. Quizá este cambio de ritmo, que no llega a ser columna informativa, se relacione con la actividad profesional del escritor, aunque no al grado de que el lector pudiera perder la atmósfera de la historia.
    Quien tenga el acierto de llevar la novela Perder el reino a su casa tendrá un nutricio pedazo de la truculenta historia mexicana enriqueciendo el rincón de sus libros.